Una apuesta a la nada, por nada me dejaron al borde de un
precipicio que tienta más que tres corazones indefensos latiendo.
Una redonda que urge su efecto. Por dentro, un relato salvaje
que choca con sus autos, golpes y puñales en toda esta cascara pero que no se
anima a salir con su furia implacable.
Siempre las culpas están ahí, siempre buscan una nueva,
reinventan otra, resucitan otras milenarias y todas las cargan a la misma cuenta.
Esos ojos claros, ciegos, egoístas, que juzgan
todo, dan tanta bronca.
La cuerda en el árbol es una tentación, solo basta arrastrar
la escalera y subir por el filo de esos escalones que agotan la vida con cada
paso. La soga está húmeda y tan fría como los visitantes de las morgue. Lleva un par de horas alcanzar el rigor mortis, pienso mientras cerco mi cuello.
Atrás habrán quedado los despertadores, las corridas, los
títulos, las comas, los adelantos y la sonrisa fingida. El cigarrillo prestado
que fumo en busca de una bocanada de aire. También habrán de quedar colgadas
todas las culpas, la ausencia interminable hecha jirones y todas las
posibilidades infinitas que nunca mostró el GPS.
Este aire que llega a mis pulmones como un bálsamo
no imagina que está siendo el último.
Los escalones se vencen, el cuerpo cae en seco y la cuerda
se desarma para que este cuerpo que debería estar flotando sin aliento a centímetros del
suelo, ahora esté embarrado, aliviado, fracasado y sin otra alternativa más que encender un cigarrillo acompañado por un silencio y una nada que estremecen.