De nuevo la fiebre y la tos invaden todo mi ser. Esta suerte
de infierno zarandeante no me deja descansar. El esqueleto completo clama por
una tregua que no llega.
Ahogado, mareado y somnoliento, respiro poco pero alcanza.
Es como si el aire llegara a cuenta gotas a los pulmones. Sólo sirve para
mantenerme postrado.
Caminar se transforma en una aventura digna de una novela de Julio Verne.
Cuando llego al baño, después de mucho esfuerzo, el espejo
es un tormento. Refleja un rostro pálido y huesudo propio de un prospero
cadáver.
De adentro salen despojos de flema, sangre y vida, y vida
que se escupe con dolor, con ese inmenso dolor de saber que próximamente
seremos olvido.
La vida es algo que transcurre por mi ventana. Allá afuera
se sienten las caricias del sol, la brisa matinal y el viento vespertino. Ese
pájaro, de patas y pico naranja, que no sé cómo se llama, canta pero afuera.
Adentro todo es silencio, huele a flores marchitas, a final
de velatorio cuando hay que volver todos los muebles a su lugar y vaciar los
floreros.
Por suerte, todavía la suerte existe aun en este estado,
pastillas de colores y un jarabe amargo ofrecen una tregua y el cuerpo se
desvanece.
Ahora, las sabanas parecen de plomo y mi cuerpo se vuelve más liviano dispuesto a emprender un vuelo eterno.