
Meses antes de tener mi primer ataque de asma, que me dejaría sin poder hacer actividad física por casi un año y medio, había tenido la suerte de jugar mi primer partido oficial de fútbol por el cual descubrí algunas cosas importantes que me sirvieron para el resto de la vida.
Rondaba 1980, tenía 6 años y cursaba primer grado en la escuela Martínez de Rosas que quedaba a tres cuadras de casa. Antes de enterarme de que tenía habilidad con la pelota había descubierto la condición social en la que estaba inmersa mi familia. Por ese entonces vivíamos en una pensión y mi viejo trabajaba de electricista y de cuanta cosa hiciera falta para sacar un mango.
En la escuela uno se entera de todo aunque nadie te lo diga, sencillamente uno comienza a ver y comparar y si tiene un poco de inteligencia entiende o no por qué las cosas son tan distintas.
La Martínez de Rosas, lo supe después, era una escuela pública muy distinguida a la que asistían hijos de funcionarios públicos y jueces aunque en esos años de dictadura poca injerencia tenían.
Es así que muchos de mis compañeros tenían cosas que yo ni siquiera imaginaba, como zapatillas Adidas, biblioteca con diccionarios, enciclopedias y libros de aventura además de una casa en la que sólo vivían con su familia.
Por ese entonces ya me había caído la ficha y como todo niño me había tirado a menos pero algo iba a cambiar a fines de ese año.
La profesora de educación física o gimnasia como se decía en esa época, no sé por qué extraños motivos organizó un partido de fútbol entre los dos primer grado.
El patio fue rodeado por todos los chicos de la escuela entre los cuales se encontraba Rosita, una compañera que siempre me gustó secretamente.
El armado del equipo estuvo a cargo de la profesora que hizo las veces de árbitro. Cuando entramos a la cancha el corazón me latió por primera vez en forma distinta. Estaba ahí en medio de todos siendo observado y lo mejor de todo alentado por el resto de mis compañeros y compañeras, hasta Rosita gritaba “Primero A, Primero A”.
Los del “B”, se creía en esa tierna edad, que eran terribles por el sólo hecho de estar después de la “A” por lo que suponíamos que nosotros éramos mejores. Entonces el partido era más que eso, se había transformado una puja universal entre el bien, que representaba mi curso el “A” y el mal que vendría siendo encarnado por los del “B”.
Ni bien se movió la pelota de punto central, creo que sacaron ellos, el griterío fue ensordecedor y agitó tanto los corazones que todos en la cancha corríamos sin ton ni son detrás de la pelota. Era un juego desordenado sin pausas y sin pases donde un puñado de pibes pateaba la pelota para un lado y otro puñado la devolvía en el sentido contrario.
Faltando un par de minutos para que concluyera el primer tiempo devino la catástrofe y el pánico universal. Gol de primero “B”. Media escuela se quedó muda y yo vi la cara de tristeza de nuestra hinchada y de Rosita.
En el entretiempo, que duró minuto y medio que fue lo que tardamos en dar vuelta de campo, un pibe de séptimo grado, o sea un chico grande de esos que se les tiene respeto y del cual nunca supe su nombre, me tomó por los hombros y me dijo: “zurdito agarrá la pelota vos y gambeteá. Dale que te vas a cansar de hacer goles”. Yo lo miré con miedo al principio, después con atención y por último con admiración porque ese pibe creía en mí a pesar de que yo vivía en una pensión y no tenía zapatillas Adidas ni nada de eso. La autoestima subió y presentí que algo podía llegar a cambiar al menos en la cancha.
Lo cierto es que a los pocos minutos de reanudado el partido el Yayo, compañero mío que jugaba de volante, robó una pelota en la mitad de la cancha y me la pasó de inmediato. Yo estaba parado un par de metros adelante de espaldas al arco contrario. Con la velocidad que me permitía mi menudo cuerpito giré y me puse de cara a la defensa. Dos pibes del “B” se me vinieron al humo por lo que amagué ir para la izquierda y salí para la derecha que era mi pierna menos hábil pero siempre mantuve la pelota pegada al pie y al piso. Ni bien los eludí levanté mi enrulada cabeza y advertí que ya estaba frente a un grandote que jugaba de defensa y que imponía respeto. En ese instante resolví hacerle frente a mi destino y encararlo sin miedo además no podía arrugar, estaba Rosita mirando así que ya estaba jugado.
Cuando el grandote se me vino encima le miré los pies y cuando apoyó el derecho a unos centímetros mío lo gambeteé para la izquierda dejándolo sin pierna para robarme la pelota. Ni bien lo esquivé supe que estaba de cara al arco y antes de que el grandote se recuperara saqué un zurdazo fuertísimo que entró pegado al palo derecho del arquero que cayó al piso tardíamente.
Por primera vez mi garganta estalló al grito de gol quemando todo mi ser por dentro y por fuera. Todavía tengo en la memoria esa escena de festejo enceguecido y sordo donde todos mis compañeros me abrazaban y Rosita saltaba con una sonrisa que la volvía más bella aún y que yo se la había regalado con un gol, mi primer gol oficial si se quiere.
El partido finalmente terminó empatado y hasta los chicos grandes de séptimo grado me vinieron a saludar con alegría. En ese momento a nadie le importaba el resto de las cosas que yo creía que me convertían en menos. Fue en ese instante que entendí que el fútbol nos une y nos iguala a todos más allá de la condición social y eso me dio mucha felicidad.
Ese día a la salida de la escuela me fui caminando con mis zapatillas, que eran unas botitas de gamuza que usa para todo, y recordando la jugada del gol con lujo de detalle al igual que la sonrisa de Rosita.
Después de ese partido nunca más volvimos a jugar contra el “B” pero cada vez que en el recreo jugábamos a la pelota el primero en ser elegido para el picado era yo: “el Guille para mí”, decían y se peleaban a veces mis compañeros.
El saberme un tanto hábil con la pelota fue todo un descubrimiento en mi vida aunque no hubo gambeta ni gol que lograran que yo conquistara a Rosita. Después aprendí que a las mujeres no les gusta el fútbol.
En fin…