lunes, 8 de septiembre de 2008

Carne en descomposición



Unas cuantas lágrimas preceden a los suspiros desgarrados de esa pila de ser humano desbastado que yace sobre el sofá con una 38 entre las manos que limpia lentamente con una vieja franela.
El tipo esta cansado de sucumbir, de eso de caer, pararse y volver a caminar por las mismas calles vacías de un pueblo que todo lo sabe y todo lo niega sumido en la más absoluta hipocresía.
Entre tanta vorágine sabe concientemente que olvidó de proteger aquello que amaba, de los detalles, de las fechas, de las caricias, de innovar cada tanto para evitar el lastre que genera la rutina.

Ella no volverá, eso es definitivo. La impotencia lo consume y huye al baño.

Frente al espejo descubre que el 38 amenaza con fuego y sangre toda su integridad o lo que queda de ella. Mira el arma, brilla el arma. Es la misma que acabó con su tío, su madre y su padre que se destapó la cabeza al descubrir y aniquilar ese affaire amoroso.
Está convencido que el suicidio está en los genes y la justificación lo anima. Pero al sacar la vista de esa letal cosa brillante se precipita sobre el espejo y se le devela un reflejo que lo aterra.
Ahí está él, pero es un gran hueco pestilente de carne cruda. Sí, carne cruda y sólo eso, porque en definitiva no somos más que unos cuantos kilogramos de carne en descomposición que late, argumenta mientras asiente a su teoría con la cabeza encañonada.
La carne ahora está a punto de salpicar fuego y sangre, pero se demora porque se siente poseído por ese espejo, por el más allá del espejo que le entrega múltiples reflejos.

De repente se siente como un ciego ante al cristal, no se ve pero se intuye. Supone que está ahí su ser, quizás su reflejo ciego tenga ojos ciertos, de esos que funcionan, de esos que ven. Y se siente observado, fisgoneado y vuelve a depositarse en sus ojos para recuperar su decadente imagen tiesa amenazada de muerte.
Sin tiempo posible se zabulle dentro del botiquín que además de la reflexión de su rostro contiene fármacos en sus entrañas. En ese momento ve una sombra. Es él, él en la pared, lo que de él sobra y que anda suelto en el baño. Está tan aturdido que intenta perpetrar el crimen de su sombra, de su arrogante sombra que tiene más vida y roce social que él. Enajenado presiona la perilla de la luz y la sombra sucumbe de golpe pero a los pocos segundos cuando los bastones se adaptan a la oscuridad descubre que sombra ha sobrevivido, ahora está más tímida pero sigue ahí respirando detrás de él, contra la pared.
Imagina su posmorten. Supone y hasta visualiza a su abuela, a falta de madre que lo llore, abrazada al ataúd y complicando el descenso del féretro. No me queda nada, llévame Dios. Es el grito ensordecedor que calcula no va a escuchar y que está seguro que su abuela exclamará casi sin aliento. Abuela será sinónimo de vacío, de insomnio, de pastillas. La vida sin hija y sin nieto. La vida sin vida de un rostro añejo que también pasará por este espejo.
Vuelve y se encuentra ahí con el arma. La tristeza lo agobia aún más y ya no puede ingerir aire. Teme la asfixia y eso lo desespera.
Se escucha un fuerte estallido y en la oscuridad se ve una ráfaga de fuego y otra de sangre y mientras el arma se precipita sobre la cerámica, él ve por última vez el vacío de sus ojos en el espejo.

“Sólo era una mujer” piensa ahora sin cabeza.